Día 7 de enero de 2013. Día de
resacas, pero no de las resacas etílicas, sino de otro tipo. Resacas de
regalos, muchos de ellos inútiles, resaca de roscones de Reyes, muchos de ellos
insípidos, resacas de horas quitadas al sueño y la mayoría horas perdidas sin
fruto ninguno.
Sin embargo yo he tenido el mejor
de los regalos. Y no ha sido el más caro posible, ni el objeto más bonito que
se pueda imaginar. Me lo ha hecho mi hija, que además me ha regalado la certeza
de que los hijos escuchan las “aburridas historias” de la infancia de sus
padres, las que les contamos cuando nos vemos invadidos por la nostalgia de los
años perdidos en el laberinto de la memoria. Nos escuchan aunque pongan cara de
desesperado tedio, aunque nos tachen de insoportables cuentistas y resoplen con
las famosas frases hechas, esas de “entonces sí que lo pasábamos bien, no
teníamos tanto como ahora, pero disfrutábamos de todo”.
Y hay que reconocer que tampoco
era exactamente así, no teníamos casi de nada, y disfrutábamos “bastante”, todo
lo que podíamos, pero para nosotros hubiéramos querido siquiera una mínima
parte de lo que disponen nuestros hijos. Digamos que cada uno es fruto de su
tiempo, y debe vivir y acomodarse a la época que le toque.
Y mi hija me ha regalo un viaje
en el tiempo. Me transportó a mis cinco años, a mi larga melena dorada, casi
siempre recogida en dos trenzas. A los domingos de pelo suelto recién lavado,
incluso al dolor de los tirones al desenredarlo con el implacable peine. A las
tardes acompañando a mis hermanos a la peluquería del barrio para cortarse el
pelo, muy cortito, clareando casi su cabecita. Mientras el peluquero bromeaba y
conseguía asustarme con sus tijeras o navaja cerca de mis trenzas diciendo que
lo que de verdad le gustaría es cortarme las trenzas, ¿para qué quería yo un
pelo tan largo?, y luego todos reían con ganas, todos menos yo, que me escondía
entre las piernas de mi padre.
Un viaje en el tiempo conseguido
solamente con abrir un tapón: el de un champú. En esto consistía el regalo, el
mismo champú de entonces, el de fresa, con su aroma inconfundible, también lo
había de brea, y de huevo. El mismo al que yo siempre hago alusión el champú
familiar, el único que había en casa, uno para todos, en envase de litro. Y que
nos dejaba esa maravilla de pelo llena de reflejos brillantes y tan lleno de
vida. Se lo recuerdo cada vez que en los centros comerciales pasamos horas
eligiendo sus champuses, mascarillas, suavizantes, aguas de desenredar,
protectores del calor de las planchas y secadores, enjuagues alisadores,
vitaminas, favorecedores del crecimiento, baños de color, etc.
Toda la mañana del día de Reyes la
pase abriendo y aspirando el aroma de fresa de mi champú, ni siquiera sabía que
siguiera a la venta, aún.
Y con la certeza además de que
nuestros hijos sí que oyen, asimilan, entienden y respetan todo lo que les
contamos, e incluso lo guardan para sí como un tesoro.
Esto era este champú para mi hija:
un trocito del tesoro de la vida de su madre.
Asun® 7 de enero de 2013
Me ha gustado mucho tu relato. A veces con pequeñas cosas que felices nos hacen quienes nos quieren.
ResponderEliminarBesotes.
Así es un pequeño detalle, un aroma, y se hace realidad un sueño.
EliminarEspero que este año nos depare muchos sueños cumplidos.
Besos