Mecánicamente se levantó, se calzó las zapatillas. La temperatura se había desplomado, aunque, camino de la habitación, no era eso lo que la hacía temblar.
Su madre seguía en la misma posición en que la había dejado al acostarla, excepto por la mano que caía descuidadamente fuera de la cama, como sin vida.
Al encender la lamparita le descubrió un mohín, un puchero infantil, pero que resultaba grotesco en su arrugado rostro. Le acomodó la almohada y le retiró un mechón blanquecino, rebelde. Metió de nuevo su mano bajo el edredón y le secó un hilillo de saliva que se escapaba por la comisura de su torcida boca. Finalmente depositó un beso dulce y breve en la frente al tiempo que susurraba, acunándola con ternura, “tranquila mamá, estoy aquí, yo siempre te protegeré”.
Luego regresó a su habitación luchando con los monstruos que la acechaban en el pasillo, apremiándola con susurros envolventes, para que hiciera “descansar” por fin a su madre.
Asun©11/06/15
Ya te comenté en la página y lo reitero: todo un alarde de sensibilidad, amor y dependencia, una dura realidad contada con maestría.
ResponderEliminarUn saludo, Asunción
Hola Ángel gracias por comentar aquí y allí, me gusta el resultado de este relato, pero creo que debí escribir uno con monstruos más al uso.
EliminarUn abrazo
Como ya te dije, un relato que encoge el corazón. Lo va haciendo pequeño, pequeño...a medida que el propio texto se hace poco a poco por sí solo y por sus letras, bien grande. Mucha suerte
ResponderEliminarGracias Juan Antonio por tu paso por aquí y recojo esa suerte que me deseas, tu que eres un campeón.
EliminarBesos
escribes simplemente bello
ResponderEliminarGracias, encantada de que te halla gustado.
EliminarUn saludo.
escribes simplemente bello
ResponderEliminarGracias, encantada de que te halla gustado.
EliminarUn saludo.
escribes simplemente bello
ResponderEliminarGracias, encantada de que te halla gustado.
EliminarUn saludo.