En cuanto supo que tenía nueva vecina, doña Carmen llamó a mi puerta para presentarse. Era una mujer preciosa, a sus ochenta años largos conservaba un distinguido porte y me sorprendió comprobar cómo congeniamos de inmediato.
Tanto que decidimos adoptarnos. Al fin y al cabo a mí me faltaba una abuela, ya que no había conocido a la mía materna y ella decía no tener hijos y añoraba la compañía de algún nieto.
Sin embargo, mi madre no entendía esta complicidad.
Mi madre era adusta y desconfiada, quizá porque perdió a la suya cuando era muy niña en traumáticas circunstancias.
Una tarde Carmen me regaló uno de sus mayores y mejor conservados tesoros: su bicicleta. Una reliquia de los años 40, pero tan limpia y dispuesta, como si nunca hubiera dejado de usarse.
Como no me cabía en casa me convenció para que la guardara mi madre. Aunque precisamente ella aborrecía, sin saber exactamente por qué, las bicicletas. Carmen insistió: “Tú dile que venga, que esta le va a gustar”.
Cuando la vio, dudó unos segundos pero pasó su mano por el lomo metálico, acariciándolo, como si ya conociera ese tacto. Luego miró a Carmen y temblando dijo: “¿eres tú?”
Una bicicleta que une tres generaciones, un relato entrañable, Asun. Un beso.
ResponderEliminarAsí es, el destino jugó sus cartas y las unió.
EliminarBesos
Muy bonito tu relato.
ResponderEliminarSaludos Asun.
Gracias Isidro encantadísima de que me visites y leas.
EliminarAbrazos