El
lápiz con el que ella, cada mañana, se lo dibujaba estaba allí. Lo recogió y lo
guardó en el bolsillo. Confiaba en que nadie le viera hacerlo, inmersos como
estaban en el trasiego de policías, personal de urgencias e incluso algún
vecino con malsana curiosidad disfrazada de “puedo ayudar en algo”. Llegó el
juez, jueza en este caso. Observó el mortal orificio del cráneo. Él, aturdido,
respondió a sus preguntas, todas ellas previsibles.
Excepto la que cuando, ya al marcharse,
hizo distraídamente al forense ¿Crees que se seguirán vendiendo los “Parfaits
crayons”? Un sonido seco de madera al partirse llenó la habitación. Sí,
evidentemente, se vendían todavía.
Asun®14/09/2016